Un día de 1875, Florencia, joven madrileña de buena familia, finaliza su último paseo al borde del abismo en el recién estrenado viaducto de la calle Segovia de Madrid. No tiene más propósito que terminar con su vida arrojándose al vacío.
El motivo, como sucede a veces, tiene nombre de historia de amor. Una pasión romántica sin encaje en la cerrada sociedad del XIX. Su amado, un trabajador humilde del barrio de Carabanchel, no es del agrado de la familia de la joven, que ha elegido un pretendiente con más posibles y un destino más brillante para ella.
Desesperada, se lanza al precipicio de 23 metros de altura. Pero, como una suerte de Mary Poppins anticipada, su falda amplia o miriñaque y las enaguas actúan como amortiguadores, inflándose cual paracaídas, y la joven aterriza en el suelo sana y salva, tan solo con una fractura de tobillo. Según otras fuentes, lo que evitó la mortal caída fue que los ropajes de Florencia se engancharon en las ramas de un árbol.
En vista de la milagrosa salvación los padres, arrepentidos, permitieron a Florencia casarse con su gran amor. Cuentan las crónicas que murió años más tarde durante su decimocuarto parto.